Hoy queridos lectores, os ofrecemos un artículo de opinión del periodista César Hildebrandt. Lo compartimos con vosotros porque creemos que es de interés para todos.
No quiero seguir siendo occidental
Por César Hildebrandt.
El mundo occidental, que cree saberlo todo, no deja de colonizar el extenso continente de la estupidez.
Una prueba es la calidad de los candidatos republicanos que habrán de enfrentar a ese prisionero de la Casa Blanca llamado Barack Obama. Todos ellos habrían avergonzado a los Estados Unidos cuando sus ciudadanos en el College sabían quién era Faulkner, qué diablos quiso decir Kerouac, por qué era importante, aunque poco práctico, leer a Gide.
Otra prueba de ese proceso de empobrecimiento neuronal es lo que proponen -y hacen- los secuaces de la decadencia, es decir los primeros ministros y presidentes titiriteados por las corporaciones. Ahora resulta que los trabajadores tienen la culpa de todo lo ocurrido y hay que empobrecerlos. Y hay que desmantelar, de paso, el Estado del Bienestar para que la ley de la selva determine quién deba sobrevivir.
Osea que para salir de la crisis hay que agudizarla. Y para salir de la pobreza hay que llegar a los harapos. Y para recuperar algún día el gasto social, ha y que abolirlo ahora. Y para volver a ser felices, ha y que decretar la infelicidad: precariedad absoluta en el empleo, jubilaciones más tardías, asistencia médica mochada. Es como volver a la naturaleza, a la lógica de los depredadores y a la vulnerabilidad de las presas.
Mientras los bancos han recibido el dinero suficiente como para eliminar, hoy, el hambre de la faz del a tierra, los que pagan el pato son los de siempre, en España o en Grecia. Que para ellos está la policía, el gas pimienta, el varazo eléctrico. Pagan el pato los derrotaos crónicos: los que votan por sus verdugos o los que ven convertirse en verdugos a sus representantes una vez que llegan al poder. Es decir, el viejo y procaz adagio, «El día que la mierda tenga valor los pobres nacerán sin culo».
El problema es que todo tiene su límite. Se vio en Santiago de Chile, se lamentó en Atenas, se condena en Valencia: las perdices están hartas de serlo.
La respuesta a las víctimas insurrectas es la policía. Y junto a la policía, la vieja trinchera argumental de los idiotas: «No hay alternativa».
La aldea global nos permite saber, en transmisión simultánea, cuántos mueren en Siria, de qué tamaño es la frustración en Egipto tras la caída de Mubarak, cómo funciona la transición en Libia.
Uno, entonces, se pregunta: ¿Es que la historia sólo sucede en países del Oriente Próximo?
Así parece. Así es. Las cosas cambian donde las dictaduras se creyeron eternas (o donde Estados Unidos decide hundir países para luego reconstruirlos como fueron los casos de Irak o Afganistán). Pero hay algo pétreo, inmóvil, más allá del bien y del mal, no sujeto a ningún veredicto popular en lo que es la Europa visigoda.
En esos parajes de quietud, todo parece dicho. Y, sin embargo, en ese corazón de la cultura occidental se ejerce la dictadura más hipócrita y más eficaz: la del dinero. Es una dictadura que no necesita acallar a la prensa porque es ella la que la sostiene, que no requiere sino de elecciones periódicas para legitimarse, que está decidida a mantenerse en el poder sin importar quiénes la representan. Porque, salvo los matices, todos los políticos proponen lo mismo y todos los partidos en liza aspiran a la misma inmortalidad: producir lo que sea en usinas insomnes hasta que no haya ozono que ultimar ni verde que desaparecer ni selvas donde respirar. Y llamar a eso razón, civilización, cultura, tradición.
Quisiera ser piel roja para entender mejor el mandato de las cosas simples, las órdenes del planeta herido. Quisiera ser saharaui para saber qué es no tener reconocimiento y ser inexistente para los cancilleres. Quisiera ser kurdo, esquimal, palestino, huambisa, lobo estepario, animal huyendo de los safaris en el Serengueti, planta silvestre. Lo que no quiero seguir siendo es «occidental». Me asquea.