La bestia agazapada no perdona


Ya salió la ex congresista Martha Hildebrandt a escupir (como vulgarmente se dice) sobre la CIDH (Corte Interamericana Derechos Humanos), desde luego que no aprendemos con tanta vulgaridad, prepotencia e ideologías ultraderechistas incluido el racismo cómo en las fechas actuales unos impropios pueden salir de la boca de alguien a quien se le considera medianamente “culta”.

Nos sorprende como una ex congresista llega a permitirse menospreciar e incluso difamar a tan alta institución solo con la pretensión de lograr aparecer en unos medios públicos que todos conocemos están a favor del fascismo imperialista campando a sus anchas por nuestros lares.

Nos preguntamos y cada vez más ¿Cuando aparecerán las organizaciones democráticas en los medios de comunicación en nuestro país para desmentir tantas barbaridades con las que nos están machacando?.

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Xavi & Míriam
www.estamosjodidos.com
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LA FUJIMORIZACIÓN


Y por qué está en todas partes

Artículo de Gustavo Faverón.

Queremos suponer que la «fujimorización» del Perú es una suerte de enfermedad que sólo afecta, de manera específica, a quienes desperdician la posibilidad democratica votando por el fujimorismo. Lamentablemente, no es así. Lo que llamamos «fujimorización» no se circunscribe a los votantes fujimoristas; afecta a los peruanos mucho más allá de ese límite. La manera más discreta y breve de descrfibir la «fujimorización» es señalarla como un proceso de pérdida de vergüenza ante los hechos que más obviamente deberían avergonzarnos.

Antes de la primera elección de Alberto Fujimori, en 1990, los peruanos les pedíamos a nuestros políticos un cierto grado de decencia. Nada extremo: la política siempre ha perdonado demasiado. Pero no elegíamos gobernantes que fueran evidentemente vergonzosos o vergonzantes; si resultaban serlo, eso lo descubríamos en algún momento de los siguientes años, no durante el tiempo de sus candidaturas. O se trataba de gobernantes arribados a una posición de poder por la fuerza de las armas, la manipulación, los juegos de influencia; no convertíamos alegremente en dignatarios a los maleantes por voto popular.

Hoy, Keiko Fujimori puede decir en un débate público que «la mayoría» de sus asesores «son intachables» y eso no ocasiona un escarnio multitudinario. Unos observamos el lapsus de mediana transparencia; otros, le critican la falta de tino para expresarse; otros, una gran parte, no se fijan, no ven nada extraño. La verdad es que a Keiko Fujimori le basta con decir que un cierto asesor no ha sido condenado para volverlo viable. «Intachable», en la lengua del fujimorismo, es un adjetivo que puede designar a alguien que escapó de la justicia por un pelo. Para hacer política en el Perú con aire de legitimidad basta con estar fuera de la cárcel. Y, como sabemos, ni siquiera esa es una condición necesaria.

Pero la «fujimorización» va más allá. Los peruanos hemos aprendido a convivir con muchas más cosas. Un cardenal puede ridiculizar la democracia y los derechos humanos, y servir descaradamente a los afanes políticos de una banda inmoral, sin que eso socave su posición como jefe de la Iglesia en el Perú. Puede perseguir a una universidad, instrumentalizando a la justicia con la ayuda de sus aliados autoritarios, sin que el asunto sea entendido como una afrenta contra la libertad de pensamiento y como una humillación contra la moral cristiana.

Los periodistas pueden torcer cualquier verdad sin esperar que su deshonestidad les acarre un castigo de ninguna especie. Los dueños de un medio de comunicación pueden adelantarse a la cooptación de la futura dictadura y obsequiársele de cuerpo y alma aun antes de que el régimen sea nuevamente realidad. Un enorme sector del país cierra los ojos voluntariamente ante la evidencia de esa vileza y olvida cualquier estándar ético o moral: hasta que pasen las elecciones y se aseguren cinco años de un modelo económico que les permita vivir sin mirar alrededor, están dispuestos a colocar sus principios (incluso si esos principios son fingidos y superficiales) en la congeladora.

El otro vector de la «fujimorización» es la estupidez. Lamentablemente, ella atañe también a muchos de quienes se oponen al regreso del fujimorismo. Gran parte de la oposición (porque, en la práctica, quien se enfrenta al fujimorismo en el Perú ya está en la oposición) ha olvidado que la defensa de la moral nacional no es una bandera ridícula. Tras años de llamar, despectivamente, «moralistas», a cualquiera que propusiera unas formas de convivencia no sólo legal sino realmente civilizada, ahora les es totalmente ajena la noción de defender la legalidad en nombre de la ética y la moral.

Una parte de eso la he visto yo de cerca: la blogósfera, por ejemplo, fue capturada hace años por una parvada de tontos disfuncionales a los que la propuesta de cualquier norma de respeto mutuo les parecía «autocrática» o «autoritaria». En la práctica, instituyeron un espacio en el que la pose de defensa democrática conviviía con todas las formas imaginables de desprecio por el otro, desde la campaña de desprestigio hasta la irrupción en la privacidad ajena, desde el chantaje hasta la censura a quienquiera que se atreviera a responder. A cambio de columnas en diarios que hoy son poco menos que voceros del fujimorismo, o de cachuelos payasescos en programas de televisión, esos bloggers convirtieron un espacio potencial de respuesta al fujimorismo en uno más de sus frutos. Basta ver la manera en que tratan la coyuntura actual, como si las elecciones de este domingo fueran un partido de fútbol o el siguiente número de un cómic.

La «fujimorización» de la sociedad peruana es la que convierte a mediocres en estrellas. Está en la televisión de Lúcar, de Pérez Luna, de Magaly Medina, de Bayly, de Beto Ortiz, de Aldo Miyashiro. No importa si circunstancialmente alguna de esas personas está en favor o en contra del fujimorismo: sus vaivenes y sus zigzagueos son el fruto de la perversa educación en la banalidad que inició Alan García en 1990 y que prolongaron e hicieron costumbre Alberto Fujimori, Vladimiro Montesinos, Martha Chávez, Luz Salgado, Luis Delgado Aparicio, Jorge Trelles, Martha Hildebrandt, Luisa María Cuculiza, etc., la misma que hoy representa Keiko Fujimori.

Es irónico: uno ve las columnas publicadas por los bloggers de mentalidad infantil, los libros escritos por los novelistas del fast-food a destajo, los programas de televisión que engendra tanto payaso bidimensional, y luego uno ve a Keiko Fujimori como candidata presidencial, y uno se da cuenta de que todo es lo mismo: por encima de cualquier otra cosa, es la desvergüenza de la idiotez, la admiración por la mediocridad, la insólita y orgullosa victoria de la inpacapacidad de reflexión.

Más allá de que este domingo gane Ollanta Humala o gane Keiko Fujimori, el hecho de que no haya ningún partido político real y suficiente detrás de ninguno (ni detrás de ninguno de los candidatos que quedaron en la carrera) ya es una victoria de la «fujimorización».

Obviamente, será peor si además gana el fujimorismo. Pero sería un gran error creer que el fujimorismo político es el único rival. El proceso de pérdida de la vergüenza y de pérdida del orgullo, el proceso de creciente desamor por la inteligencia y por la actividad intelectual, el proceso de desvanecimiento de los límites éticos y de la conducta moral, todo eso a lo que llamamos «fujimorización», sigue adelante, y es el rival trascendente, el que deberemos derrotar, sin importar cuál sea el resultado de la elección.

La sola coyuntura de elegir entre dos opciones y que una sea una mafia, y que esa mafia tenga el apoyo de millones de peruanos, ya es una derrota, de la que tendremos que resarcirnos pronto si queremos ser un país viable.